Embajador hondureño anuncia participación de Presidenta Castro en Cumbre de la ONU
Tegucigalpa, 28 jun (AHN) A 16 años del asalto militar que depuso al entonces presidente del país, Manuel Zelaya, el pueblo hondureño recuerda no solo la traición a la democracia, sino también el nacimiento de una lucha que aún continúa: pasar de la refundación de la patria a la revolución.
Era el 28 de junio de 2009, mientras Honduras dormía, los militares irrumpieron en la residencia presidencial, pero no llegaron solos, los acompañaban las órdenes del poder económico, la complicidad del Congreso y la motivación de la élite política tradicional.
El presidente constitucional fue sacado en pijama, con la frente en alto, rumbo a Costa Rica, no hubo juicio, ni sentencia, ni motivo legal, sin embargo, sí hubo una renuncia (falsificada por diputados golpistas) y una orden de captura espuria ordenada por magistrados aliados a los opresores y al poder económico que estaba a favor frenar un gobierno que había comenzado a gobernar para los de abajo.
El golpe de Estado no fue solo un zarpazo al orden constitucional, sino que fue un mensaje brutal: en Honduras, cuando los poderosos se sienten amenazados, las urnas no importan, la democracia es negociable, y el beneficio del pueblo, prescindible.
Un gobierno que incomodó a los de siempre
Zelaya no cayó por capricho sino porque movió fibras que no se tocaban; aumentó el salario mínimo, redujo el precio de los combustibles, propuso una consulta popular para abrir las puertas a una Asamblea Constituyente, y, sobre todo, abrió la Casa Presidencial a quienes jamás habían sido invitados: campesinos, obreros, mujeres, pueblos indígenas.
Eso bastó para que las “diez familias más poderosas de Honduras”, beneficiarias históricas de la desigualdad, activaran todos sus mecanismos de defensa.

Contaron con el respaldo de una facción del Partido Liberal, liderada por Roberto Micheletti, y del Partido Nacional, siempre dispuesto a servir a los intereses del statu quo. Las Fuerzas Armadas, dirigidas por Romeo Vásquez Velásquez —hoy prófugo por crímenes de lesa humanidad—, completaron el engranaje, y así la operación estaba lista.
El mundo condenó, pero el silencio armado se impuso
La comunidad internacional no tardó en reaccionar. La Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización de los Estados Americanos (OEA), la Unión Europea, la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) exigieron la restitución inmediata de Zelaya.
Líderes como Lula da Silva y Hugo Chávez denunciaron la regresión democrática en Centroamérica. Pero las declaraciones no detuvieron las balas.

Micheletti asumió el poder de facto. Desde entonces, las calles se llenaron de represión. Gases lacrimógenos, detenciones arbitrarias, asesinatos. Una dictadura cívico-militar se instalaba con rostro de “transición”, pero con alma de tiranía.
Cuando el pueblo dijo basta: nace la Resistencia
Lo que no esperaban los golpistas fue la respuesta, ya que el pueblo no se escondió, sino que se volcó a las calles, sin armas, sin recursos, pero con dignidad.
Así nació el Frente Nacional de Resistencia Popular de Honduras, una marea humana que unió a sectores históricamente marginados: estudiantes, sindicalistas, indígenas, artistas, maestras, obreros.

En medio de esa efervescencia emergió una figura inesperada pero poderosa: Xiomara Castro de Zelaya. No solo acompañó a su esposo en el exilio, sino que lideró desde la calle, desde el dolor compartido. Fue ahí donde empezó a forjarse el liderazgo de quien, años después, haría historia.
De la calle a las urnas: la semilla que floreció
La Resistencia no fue solo protesta: fue también propuesta. De ella nació el Partido Libertad y Refundación (Libre), que en 2013 llevó a Castro como candidata presidencial. Pero el poder no suelta fácilmente sus privilegios. El fraude electoral impuso a Juan Orlando Hernández, el rostro sonriente de una narcodictadura que hundió a Honduras en una de sus épocas más oscuras.
En 2017, el pueblo volvió a votar. Y otra vez, el fraude selló el destino. La respuesta fue contundente: resistencia, represión, muertos. Pero la historia no se detuvo. En 2021, Xiomara Castro regresó a las urnas y arrasó: ganó con el mayor número de votos en la historia del país. El pueblo había hablado, y esta vez, no pudieron callarlo.

Un pueblo silenciado con sangre
El golpe también abrió las puertas a la represión sistemática. Durante el régimen de facto de Roberto Micheletti y los gobiernos del Partido Nacional que siguieron, miles de hondureños fueron detenidos ilegalmente, torturados, amenazados o asesinados. Periodistas críticos fueron silenciados. Defensores de derechos humanos y líderes comunitarios fueron perseguidos o desaparecidos. La libertad de expresión se convirtió en un privilegio reservado para quienes repetían el discurso oficial.
Las muertes de Isy Obed Murillo, Roger Vallejo, Wendy Ávila y decenas más se convirtieron en heridas abiertas. Años más tarde, la impunidad sigue siendo la norma. Nadie fue condenado y tampoco nadie pidió perdón.
Hasta el momento solo se llevó a juicio tres exgenerales golpistas por el asesinato de Isy Obed Murillo, pero el cabecilla y autor material del golpe, Romeo Vásquez, se escapó de la justicia después de que un juez, ahora suspendido por unos meses —por esa orden— le dio vía libre para salir de la cárcel e ir a su casa a gozar de arresto domiciliario, que a todas miras violó.

Una dictadura disfrazada de democracia
El golpe no fue un hecho aislado. Fue el punto de partida de una dictadura moderna disfrazada de democracia. Juan Orlando Hernández —heredero político del golpismo— consolidó un régimen autoritario mediante reformas ilegítimas, fraude electoral y militarización. Su segundo mandato, obtenido violando la Constitución, fue avalado por los mismos poderes que derrocaron a Zelaya.

La narcopolítica se convirtió en política de Estado, ya que funcionarios del más alto nivel fueron acusados en cortes internacionales por vínculos con el narcotráfico, incluido el propio Hernández, hoy preso en Estados Unidos. Mientras tanto, la población sufría los efectos de una economía colapsada, una educación en ruinas y un sistema de salud al borde del colapso.
Éxodo masivo: cuando el país se vuelve cárcel
El golpe de 2009 también aceleró la migración forzada. Entre 2010 y 2020, cientos de miles de hondureños abandonaron el país, huyendo de la violencia, la miseria y la falta de oportunidades. Las caravanas migrantes —una imagen dolorosa y potente— comenzaron a marchar por Centroamérica con un solo mensaje: Honduras ya no era habitable.
Niños cruzando ríos, madres con bebés en brazos, jóvenes sin futuro, ya que el golpe no solo interrumpió un proyecto político; rompió la esperanza. Miles de familias se separaron, miles más desaparecieron en el camino hacia Estados Unidos. Y muchos hondureños nunca volvieron.
Un legado que no se rinde
A 16 años del golpe, Honduras camina por la senda de la reconstrucción democrática, la herida sigue abierta, pero el espíritu de lucha también. Libre se prepara para las elecciones de 2025 con la posibilidad de continuar el proyecto popular en manos de otra mujer de la Resistencia: Rixi Moncada, símbolo de firmeza y compromiso.
Los viejos poderes siguen ahí. Las sombras del golpismo acechan en los medios de comunicación, el sistema judicial y los intereses financieros, pero hoy el pueblo está más consciente, más valiente, más organizado y más determinado.
Hoy, 28 de junio no solo se recuerda como el día en que la democracia fue traicionada, sino como la fecha en que el pueblo hondureño despertó, porque de aquel amanecer oscuro nació una claridad distinta, la certeza de que la dignidad no se negocia, que la justicia no se implora y que la patria no se arrodilla.
En las barricadas, en las aulas, en los surcos del campo, en las redes de mujeres, en las voces indígenas y garífunas, sigue latiendo la “Honduras que no se rinde”, esa que ha llorado, ha perdido, ha resistido… pero nunca se ha rendido.
Y si bien los autores del golpe quisieron enterrar la esperanza, olvidaron que las raíces crecen mejor bajo tierra, de esas raíces floreció una nueva conciencia, que dio su primer fruto con la refundación de la Presidenta Xiomara Castro, pero que hoy camina con paso firme hacia la revolución con Rixi Moncada.

Honduras no solo busca recuperar lo que le arrebataron, sino construir lo que siempre le negaron: una democracia popular, incluyente y soberana.
Porque como gritaban los pies descalzos en las marchas, los ojos enrojecidos por los gases, los corazones heridos pero invictos: “Aquí nadie se rinde. ¡La historia es nuestra y la estamos escribiendo!”
JLU
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