Avanza cooperación entre Honduras y UE por comercio sin deforestación
Elaborado por: Lídice Ortega
“Cada generación debe descubrir su misión, cumplirla o traicionarla”. Frantz Fanon
En Honduras, cada ciclo electoral parece reiniciar la memoria colectiva. Como si el país se paralizara, atrapado en un bucle de alarmismo y exclusión orquestado desde los sectores más conservadores. Este patrón ya no debería sorprendernos, pero sigue alarmando. En cada proceso, se reactivan narrativas que apelan al miedo como mecanismo de control, y se reproducen discursos que buscan conservar privilegios en lugar de abrir espacios a nuevas voces.
La reciente participación pública de figuras como la diputada Maribel Espinoza evidencia este fenómeno. Su retórica conservadora, revestida de una supuesta preocupación patriótica, se orienta a defender un proyecto de país excluyente. “En las horas de peligro, la patria conoce el valor de sus hijos”, escribió. Pero cabe preguntar: ¿qué patria es esa? ¿Una patria que silencia disidencias, obstaculiza la voluntad popular y protege estructuras históricamente desiguales?
Honduras está, en cambio, en proceso de construir una nueva idea de patria. Una donde la justicia social sea brújula, donde el poder no se concentre sino que se distribuya, y donde la diversidad política y social tenga representación real. Este horizonte exige una ruptura con el modelo bipartidista que ha gobernado el país desde 1982, interrumpido solo por eventos traumáticos como el golpe de Estado de 2009. La hegemonía de las élites tradicionales ha limitado el desarrollo de una democracia auténtica. Continuar ese modelo significa perpetuar la exclusión, la instrumentalización del pueblo y el rechazo a los derechos más básicos.
Frente a ese pasado excluyente, se alza el proyecto de la Refundación: un gran paraguas de luchadores y luchadoras comprometidas con la democratización de todos los espacios de la vida nacional. Este proyecto no es retórica, es un proceso colectivo que encarna el anhelo de una patria plural, justa y participativa. La Refundación es el camino que responde a las necesidades de este momento histórico; el único capaz de articular obras, respuestas concretas y horizontes de esperanza. De este lado hay un proyecto, hay participación, hay voluntad transformadora.
Sin embargo, muchos de los avances que este gobierno ha impulsado bajo el marco de la Refundación son minimizados o negados en el discurso público. Existe una percepción instalada —alentada por sectores adversos— de que los beneficios son para “otros”, cuando en realidad se trata de políticas universales: carreteras que conectan regiones históricamente aisladas, hospitales que atienden sin distinción, subsidios y bonos sociales que llegan a hogares de todo el país. El prejuicio ideológico impide reconocer lo evidente: estas obras no responden a clientelismos, sino a una apuesta por la equidad territorial y el bienestar colectivo. La invisibilización de estos avances es también una forma de resistencia al cambio.
Desde mi lugar como feminista, politóloga y militante del proyecto político de LIBRE, sostengo que la transformación democrática requiere una redistribución profunda del poder. Ampliar la democracia no es una amenaza, sino una urgencia. Significa descentralizar las instituciones, reconocer las luchas históricas de los sectores marginados y garantizar que la participación política no esté restringida a quienes históricamente han ostentado el control.
La reacción de ciertos sectores conservadores ante la posibilidad de perder el control del Consejo Nacional Electoral (CNE) es reveladora. Se apela al discurso del caos, del fraude, del miedo. Pero no es más que una estrategia para preservar el statu quo. No es un temor abstracto: es el pánico ante la posibilidad de una verdadera democracia donde las decisiones no estén monopolizadas. Según el informe de la OEA (2021), el control del CNE durante décadas ha estado en manos de los partidos tradicionales, lo que ha limitado la equidad en la competencia política. Reivindicar la participación de LIBRE en este órgano no es una imposición ilegítima, es un acto de justicia democrática.
La defensa del pluralismo no es negociable. Tampoco lo es el derecho de las mujeres, juventudes, pueblos indígenas, afrodescendientes y sectores populares a ocupar el espacio público, a deliberar y decidir sobre el rumbo del país. Frente a los discursos que nos acusan de radicales por exigir justicia, respondemos con claridad: no pedimos privilegios, exigimos igualdad.
Los ataques a figuras como Marlon Ochoa no son aislados; forman parte de una estrategia más amplia para criminalizar la participación popular y desacreditar cualquier intento de transformación. Las campañas mediáticas dirigidas a generar polarización, como lo ha demostrado CESPAD en varios informes, tienen un impacto directo en la legitimidad de los procesos democráticos. La historia no absolverá a quienes insisten en manipular la voluntad del pueblo para sostener su poder.
Como feminista de izquierda, rechazo la visión conservadora y autoritaria que teme a la pluralidad. Defender el derecho de LIBRE a participar en igualdad de condiciones es defender la democracia misma. Porque una democracia que excluye, que teme al disenso y que protege privilegios, no es democracia: es simulacro.
Estamos en un momento decisivo. No se trata solo de una elección más. Se trata de definir si Honduras seguirá atrapada en el miedo, o si apostará por la justicia, la igualdad y la esperanza colectiva. Esta generación debe elegir su misión. Nosotras ya elegimos: construir una democracia verdadera, feminista, popular y refundacional.
La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.
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