Comunicador ecuatoriano cuestiona bases militares y cambios constitucionales propuestos
Elaborado por: Leoncio Alvarado Herrera
Cuando se analiza la política exterior de Estados Unidos, resulta difícil pensar que alguna de sus decisiones responda únicamente a razones humanitarias. Con mayor frecuencia, las motivaciones son políticas, ideológicas o económicas. Lo humanitario suele quedar relegado a un segundo plano y, más bien, se convierte en un recurso discursivo para encubrir intereses estratégicos.
El Estatus de Protección Temporal (TPS) fue concebido como una medida destinada a brindar residencia y permiso de trabajo temporal a migrantes provenientes de países afectados por guerras, desastres naturales, epidemias o crisis sociales profundas. Sin embargo, con el tiempo esta figura ha adquirido también un trasfondo político que Estados Unidos utiliza según convenga a sus relaciones con determinados países de América Latina y el Caribe.
Lejos de ser una expresión de solidaridad, el TPS puede transformarse en un mecanismo de presión e injerencia. Cuanto más dependen los países de que sus ciudadanos gocen de este estatus en Estados Unidos, menor autonomía y soberanía pueden llegar a tener frente a las decisiones de Washington. Esta dependencia coloca a las naciones en una relación desigual: obligadas a aceptar condiciones presentadas bajo un manto de humanidad, pero que en realidad responden a los intereses del hegemón.
Un ejemplo claro lo constituye la decisión del gobierno de Joe Biden de otorgar TPS a más de 300 mil venezolanos. Aunque se justificó en la supuesta “grave crisis humanitaria” que atraviesa Venezuela, la medida tuvo un trasfondo político e ideológico: presentar al país como un “Estado fallido” y ejercer presión internacional contra el gobierno de Nicolás Maduro, contrario a los intereses de Washington. Detrás de esa aparente solidaridad se percibe el interés estadounidense por las vastas reservas petroleras venezolanas. Difícilmente puede calificarse como humanitaria una acción tan ligada a la explotación geopolítica de los recursos.
En otros casos, la continuidad del TPS ha estado condicionada a la cooperación en materia de seguridad, lucha contra el narcotráfico y control migratorio. No se trata de una preocupación genuina por el bienestar de los pueblos, sino de un cálculo orientado a la conveniencia estadounidense. Resulta paradójico que, siendo el mayor consumidor de drogas del mundo, utilice la bandera de la “guerra contra el narcotráfico” para imponer políticas que terminan afectando la soberanía de los países latinoamericanos.
En el caso de Honduras, la situación es especialmente compleja. Bajo la administración de Donald Trump, en 2018, se hicieron reiterados intentos de cancelar el TPS, en consonancia con una agenda antimigrante que prometía deportaciones masivas. Aunque la medida se postergó, quedó claro que no se trataba de una política contra un gobierno en particular, sino de una postura general frente a la migración. Estados Unidos no es aliado incondicional de nadie.
Es cierto que, en lo inmediato, miles de hondureños han encontrado en el TPS una oportunidad de trabajar legalmente y enviar remesas que fortalecen tanto la economía familiar como la nacional. Pero, visto en perspectiva, esta situación refleja una realidad preocupante: exportar mano de obra no es un privilegio, sino la consecuencia de un sistema impuesto durante décadas por la hegemonía estadounidense y reforzado por gobiernos neoliberales que aplicaron políticas entreguistas a través de sucursales compuestas por élites de derecha dentro del país.
En definitiva, ninguna política emanada de Estados Unidos puede considerarse completamente desinteresada, solidaria o humanitaria. Al contrario, su condición de potencia hegemónica le permite instrumentalizar medidas como el TPS para fines políticos, ideológicos y económicos, dejando en último lugar el componente humanitario. Hasta ahora persiste la incertidumbre respecto a la decisión sobre los hondureños, a pesar de que las relaciones diplomáticas parecen haber sido fluidas.
Por otro lado, bajo el gobierno de Xiomara Castro, Honduras ha registrado una reducción de la pobreza cercana al 10% y una inversión pública histórica. Sin embargo, estos avances no necesariamente se traducen en decisiones autónomas respecto al TPS, porque en última instancia la decisión siempre recae en Washington, y no está claro si se ha hecho un análisis real de las condiciones del país que justifique su continuidad.
Honduras, por tanto, debe seguir profundizando su proceso de transformación interna. La meta debe ser siempre la construcción de una patria capaz de ofrecer más oportunidades a su gente, para que migrar no sea una necesidad impuesta por la falta de condiciones de vida digna, sino una elección libre.
Eso mismo implica no volver a gobiernos corruptos y autoritarios como los que, durante más de doce años, destruyeron la institucionalidad y dejaron a miles de ciudadanos sin más opción que buscar futuro en tierras ajenas.
La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.
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