• septiembre 12, 2025

La frontera difusa entre fe y política: reflexiones ante la marcha del 16 de agosto

Elaborado por: Ester Oliva

Tegucigalpa, 15 ago (AHN) El próximo 16 de agosto, las iglesias —tanto católica como evangélica— llevarán a cabo una marcha con el propósito declarado de orar por la paz y la democracia del país, en vísperas de las elecciones generales programadas para el 30 de noviembre. A primera vista, la convocatoria se presenta como un acto legítimo de expresión religiosa y un ejercicio de fe colectiva. En sus primeras declaraciones, los organizadores insistieron en que la actividad carecía de motivaciones políticas y que su única intención era elevar plegarias por el bienestar nacional.

Sin embargo, desde el anuncio de estas marchas hasta la fecha, las declaraciones públicas que giran en torno a este evento han dejado ver un trasfondo más complejo. Detrás de la figura religiosa, se percibe una presencia política constante. Esto no es nuevo: en la historia de nuestro país, la línea entre la religión y la política ha sido porosa, y las marchas religiosas han servido en ocasiones como plataforma de proyección para líderes y partidos.

Cuando la iglesia se “infiltra” en política —es decir, cuando actúa con el objetivo directo de influir en leyes, programas o candidaturas— se corre el riesgo de limitar derechos de minorías o de imponer normas basadas en dogmas religiosos, no en consensos democráticos. Esta es una tensión que atraviesa muchas sociedades: por un lado, el derecho de las organizaciones religiosas a participar en la vida pública; por el otro, la necesidad de que las instituciones estatales mantengan su autonomía y que la ley se base en principios universales, no en creencias particulares.

No obstante, es innegable que los grupos religiosos, como cualquier otra organización social, tienen derecho a expresar opiniones y participar del debate público. El verdadero desafío está en delimitar la frontera: ¿están participando como un actor más en la sociedad o intentando controlar las instituciones políticas? Esta es una pregunta crucial que los ciudadanos debemos hacernos cada vez que vemos a representantes religiosos en el centro del debate electoral.

El problema como tal no es la marcha en sí misma. De hecho, las iglesias —tanto evangélicas como católicas— desempeñan también un rol social relevante. Históricamente, han sido voces activas en la defensa de la dignidad humana, la justicia social y el bien común. Se han pronunciado contra la violencia, en favor de los pobres y marginados, y han liderado procesos de reconciliación en momentos críticos. En ese sentido, orar por la paz y la democracia no solo es legítimo, sino coherente con su misión pastoral.

La preocupación surge cuando estos eventos religiosos se convierten en espacios de proyección política. En marchas como la que se avecina, no es raro encontrar a candidatos y militantes —en su mayoría de corrientes conservadoras o de derecha— mezclados entre los fieles, vistiendo camisas blancas y portando pancartas con versículos bíblicos. La imagen, que en principio podría parecer inocua, se convierte en un poderoso vehículo para difundir discursos políticos bajo la cobertura de un acto de fe.

El uso de símbolos religiosos para legitimar propuestas políticas no es un fenómeno menor. En un país donde la religión ocupa un lugar central en la identidad colectiva, vincular la imagen de un candidato con valores morales y espirituales puede ser una estrategia electoral sumamente efectiva. Sin embargo, esta práctica erosiona la separación entre lo religioso y lo político, y puede derivar en que las leyes se dicten no por el bien común, sino para responder a una agenda ideológica particular.

En otras latitudes, la historia ofrece ejemplos elocuentes. En varios países de América Latina, las iglesias han sido actores clave en el impulso o freno de reformas relacionadas con los derechos sexuales y reproductivos, la educación, o la libertad de expresión. En algunos casos, su intervención ha favorecido causas justas; en otros, ha frenado avances democráticos. El problema no es la fe, sino su uso instrumental por parte de actores políticos que encuentran en ella un recurso para movilizar masas y consolidar poder.

La pregunta que debemos hacernos como sociedad no es si la iglesia debe o no pronunciarse sobre temas públicos —pues es natural que lo haga—, sino cómo y desde dónde lo hace. Si lo hace como una voz más en el diálogo plural, sin buscar imponer su credo a toda la población, su aporte puede ser valioso. Pero si lo hace desde una posición que condiciona la política a su visión doctrinal, excluyendo otras perspectivas, entonces entramos en un terreno que amenaza la diversidad y el carácter laico del Estado.

De cara a la marcha del 16 de agosto, conviene que la ciudadanía esté atenta y analice con espíritu crítico lo que verá en las calles. No basta con observar quiénes marchan, sino también qué discursos se articulan, quiénes los impulsan y a quiénes benefician políticamente. La fe es un motor legítimo de acción social, pero su instrumentalización para fines partidarios es un riesgo que, como sociedad democrática, no podemos ignorar.

La paz y la democracia son causas que merecen ser defendidas por todos, creyentes y no creyentes. Pero para que estas palabras no se conviertan en simples eslóganes, debemos garantizar que su defensa no esté sujeta a intereses electorales, sino a un compromiso real con el bienestar de toda la nación.

La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.

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