Neofascismo: la última trinchera del capitalismo en descomposición

Elaborado por: Óscar Lomba Álvarez (activista social y abogado gallego)

Galicia, 7 abr (AHN) El neofascismo no es un accidente de la historia ni un fenómeno repentino y espontáneo. No es el producto de una “crisis de valores” ni una respuesta de determinados segmentos de la población ante una supuesta “inseguridad creciente” como claman sus voceros. No surge porque “la gente esté harta” ni porque “algunos «segmentos progres» han ido demasiado lejos”. El neofascismo es, ante todo, una estrategia de poder, diseñada, financiada y promovida por las mismas estructuras que llevan décadas exprimiendo a la clase trabajadora y saqueando lo público en beneficio de unos pocos. Es el brazo armado de un capitalismo que, al no poder ofrecer un futuro, necesita imponer miedo, odio y sumisión.

No hay nada de “antisistema” en los partidos de ultraderecha que hoy se expanden por Europa y América. Son, en realidad, el último recurso de las élites sistémicas para perpetuarse. Vox en España, Alternative für Deutschland (AfD) en Alemania, Rassemblement national (RN) en Francia, Bolsonaro en Brasil, Trump en EE. UU., Milei en Argentina… todos tienen el mismo patrón: un discurso populista reaccionario que dice enfrentar a “las élites progresistas”, pero que jamás tocará los intereses de los verdaderos amos del mundo. No desafían el poder de los bancos ni de las grandes fortunas. No proponen acabar con la evasión fiscal de los millonarios ni exigen que las multinacionales paguen los impuestos que deberían pagar. No combaten la especulación financiera ni el expolio de los recursos públicos. Al contrario: son marionetas, títeres manejados por la banca, los fondos buitre, la oligarquía y el gran capital, escudos ideológicos de quienes han convertido el planeta en un gigantesco casino donde ellos siempre ganan y nosotros siempre perdemos.

La ultraderecha es experta en la gran estafa de nuestra era: convertir a los explotados en enemigos entre sí, mientras los explotadores se frotan las manos. En su narrativa, el problema no son los empresarios que pagan salarios de miseria ni los fondos buitre que expulsan a la gente de sus casas, sino los inmigrantes, los movimientos feministas, las minorías, los sindicatos, los ecologistas, la izquierda. Es un truco viejo: si los de abajo se enfrentan entre sí, jamás se organizarán contra los de arriba. Si los obreros culpan al inmigrante y no al empresario que los precariza, nunca exigirán sus derechos. Si los pequeños comerciantes odian a los trabajadores públicos en lugar de a los monopolios que destruyen sus negocios, el capital seguirá su camino de concentración y acumulación de caudales sin obstáculos.

No es casualidad que la ultraderecha se presente como una fuerza “antisistema” mientras defiende la reducción de impuestos a los ricos, la privatización de la sanidad y la educación, la represión de las huelgas y la criminalización de los movimientos sociales. No hay un solo partido neofascista que haya desafiado los intereses de las grandes fortunas. Ni uno. Porque su papel no es acabar con el poder de las élites económicas, sino protegerlo con métodos cada vez más brutales y discursos cada vez más agresivos.

El auge del neofascismo no se explica sin la crisis terminal del neoliberalismo. Durante décadas, los ideólogos del capitalismo vendieron la idea de que la globalización nos traería prosperidad a todas las personas. Pero la realidad es que solo unos pocos se han enriquecido obscenamente mientras la mayoría ve cómo se precarizan sus vidas, se destruyen sus derechos y el futuro se vuelve cada vez más sombrío. Y cuando un sistema entra en crisis, solo tiene dos opciones: o cambia, o busca chivos expiatorios para justificar su decadencia. Las élites han elegido la segunda vía.

Financian a la extrema derecha no porque compartan sus delirios xenófobos y racistas, sino porque les resulta útil. Les conviene que el odio al extranjero sirva de cortina de humo para ocultar el saqueo económico. Les interesa que los explotados culpen a los refugiados en lugar de a los especuladores. Necesitan que se debata sobre una supuesta “dictadura de lo woke” mientras la verdadera dictadura—la de los mercados, las farmacéuticas, las petroleras y los lobbies financieros—permanece intacta. Mientras el ruido mediático gira en torno al lenguaje inclusivo como si fuera una amenaza civilizatoria, el poder económico sigue acumulando riqueza sin oposición.

La ultraderecha no solo es cómplice de este saqueo, sino que es su aliada más feroz. En España, Vox vota en contra de impuestos a los millonarios, se opone a regular el precio de los alquileres, defiende las privatizaciones y protege a las eléctricas mientras la gente no puede pagar la luz. En Argentina, Milei regala el país al FMI mientras llama “zurditos” a quienes denuncian su entrega al capital extranjero. En EE.UU., Trump bajó los impuestos a los más ricos mientras millones de estadounidenses no tienen acceso a sanidad.

Su “rebeldía” es pura farsa. Son el sistema disfrazado de antisistema. Son los guardianes de un orden que solo beneficia a unos pocos. Son la garantía de que nada cambie, de que el poder siga en las mismas manos, de que la injusticia se perpetúe bajo un barniz de patriotismo barato.

Y sin embargo, siguen ganando terreno. ¿Por qué? Porque el miedo es una herramienta poderosa. Porque cuando la incertidumbre domina la vida de las personas, cualquier narrativa que ofrezca certezas, aunque sean falsas, tiene un atractivo inmediato. Porque la izquierda institucional, en muchos casos, ha renunciado a combatir el neoliberalismo con la misma contundencia con la que la ultraderecha combate a los pobres. Porque durante demasiado tiempo se ha creído que bastaba con denunciar el racismo y la misoginia de la extrema derecha sin atacar las bases económicas que la sustentan.

El fascismo del siglo XXI no se combate solo con discursos progresistas bienintencionados ni con llamamientos abstractos a la tolerancia. Se combate revelando su verdadera función como guardián del capital. Se combate desenmascarando a quienes lo financian. Se combate recordando que la única lucha real no es entre nacionales y extranjeros, entre hombres y mujeres, entre “progres” y “gente de bien”, sino entre explotadores y explotados.

No habrá derrota del neofascismo sin justicia social. No habrá derrota del neofascismo sin redistribución de la riqueza. No habrá derrota del neofascismo sin democracia económica. No habrá derrota del neofascismo sin una izquierda que, en lugar de jugar a ser la administradora amable del neoliberalismo, se atreva a desafiarlo en su raíz.

El fascismo no es una anomalía. Es el plan B del sistema cuando el plan A ya no funciona. Y por eso no se le puede combatir solo con buenas intenciones o apelaciones a la democracia. Se le combate enfrentando el poder de quienes lo usan como herramienta. Se le combate construyendo poder popular, reforzando la organización de los trabajadores, reconstruyendo los lazos de solidaridad que la ultraderecha intenta destruir.

La elección es clara: o dejamos que el miedo y el odio nos fragmenten mientras los de siempre siguen saqueando el mundo, o nos organizamos para construir una alternativa que rompa con la lógica del capital y ponga la vida en el centro. No hay término medio. O derrotamos al neofascismo desenmascarándolo como lo que es—la última línea de defensa de los poderosos—o terminaremos viendo cómo nos arrastra a todos hacia un abismo de violencia, represión y barbarie.

No es un fenómeno pasajero. No es un simple desvío de la historia. Es el síntoma de un sistema que se tambalea y que, antes de caer, está dispuesto a arrastrarnos con él. Solo hay una respuesta posible: organización, conciencia y lucha.

La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.

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