Una píldora para entender el liberalismo

Elaborado por: Ester Oliva

02 oct (AHN) El liberalismo, más que un simple rótulo partidario, es una tradición política que en su origen significó la lucha contra los privilegios, la defensa de la igualdad jurídica y la construcción de una república democrática. En Centroamérica, figuras como Francisco Morazán le dieron contenido histórico a esa bandera, asociándola con educación pública, separación de poderes, laicidad del Estado y la visión de una unidad regional que trascendiera las fronteras nacionales.

Sin embargo, lo que alguna vez fue un proyecto progresista, transformador y profundamente ligado a los ideales de ciudadanía, en Honduras parece haber perdido su horizonte. Hoy, hablar del Partido Liberal es hablar de un partido atrapado en sus contradicciones, sin liderazgos claros y con un desgaste que lo ha reducido a una sombra de lo que representó en el pasado.

El liberalismo en América Latina surgió como respuesta a dos grandes enemigos: el colonialismo y las élites conservadoras que, tras la independencia, buscaron perpetuar las estructuras de poder heredadas de la colonia. En su esencia, el liberalismo significó abolir privilegios de casta, de sangre o de religión, defendiendo que todos los ciudadanos fueran iguales ante la ley.

En Centroamérica, bajo el liderazgo de Francisco Morazán, se expresó con una visión aún más amplia: la de una patria centroamericana unida, capaz de enfrentar tanto el caudillismo interno como las presiones extranjeras. Su legado fue el de un federalismo republicano que, inspirado en la Constitución de Cádiz y en la experiencia estadounidense, buscaba articular la democracia, la modernización social y el progreso.

Entre sus reformas más emblemáticas estuvieron la educación pública, laica y gratuita; la legalización del matrimonio civil y del divorcio; y la separación de la Iglesia y el Estado. Estas medidas no eran caprichos ideológicos, sino una apuesta clara por un Estado moderno que garantizara derechos y redujera privilegios. En ese momento histórico, ser liberal equivalía a ser un revolucionario en el sentido más profundo: alguien que apostaba por transformar la sociedad hacia la igualdad y la justicia.

En Honduras, el Partido Liberal fue, durante gran parte del siglo XX, uno de los dos pilares del sistema político. Fue la plataforma de donde emergieron figuras clave y también el vehículo de reformas sociales importantes. Sin embargo, tras el golpe de Estado de 2009 contra Manuel Zelaya Rosales, el liberalismo hondureño entró en una crisis de identidad que hasta hoy no ha logrado superar.

Después de Zelaya, el Partido Liberal no volvió a mostrar un liderazgo capaz de interpretar lo que significa ser liberal en términos ideológicos. En lugar de construir un proyecto renovador, terminó cooptado por apellidos y familias vinculadas a grupos de poder económico —muchos de ellos descendientes de comunidades inmigrantes de origen turco, árabe y palestino— que encontraron en la política un mecanismo para preservar y expandir su riqueza.

No se trata de un problema de origen étnico, sino de prácticas políticas y económicas: evasión de responsabilidades fiscales, explotación laboral y uso de los cargos públicos como extensión de intereses privados. Esta transformación convirtió al Partido Liberal en un instrumento de negocios, más que en una organización ideológica. El resultado fue que su base social quedó huérfana y su identidad se fue diluyendo.

Hoy, cuando se habla de liberalismo en Honduras, la palabra parece vacía. El término se ha encerrado en una interpretación reduccionista: el liberalismo como sinónimo de dejar todo al mercado, reducir el papel del Estado y privatizar servicios esenciales. Es decir, un liberalismo que no se vincula con la ciudadanía ni con la justicia social, sino con el interés de las élites por mantener sus privilegios intactos.

Nada más alejado del liberalismo original, aquel que proponía reformas profundas y que se atrevía a confrontar al poder religioso, al poder oligárquico y a las estructuras de desigualdad. Si algo mostró la historia es que ser liberal no significaba defender al mercado, sino defender la libertad, los derechos y la igualdad ante la ley.

En su tiempo, a los liberales se les acusaba de “comunistas”, tal como hoy se acusa a LIBRE o a cualquier fuerza política que intente reivindicar derechos para las mayorías. Esta reacción conservadora es la mejor evidencia de que el liberalismo auténtico siempre fue visto como una amenaza por los poderes establecidos.

El Partido Liberal debería, en vez de dedicarse a campañas de desprestigio contra quienes hoy encarnan ideales de cambio, rescatar el espíritu transformador de su propia historia. Debería reconocerse en Morazán, en sus luchas por la educación, por la igualdad, por la unión centroamericana. Debería tener la valentía de recuperar un liberalismo democrático, ciudadano y social, en vez de seguir atrapado en un liberalismo de mercado que solo reproduce desigualdades.

El reto está en recordar que el liberalismo auténtico fue, en su origen, revolucionario. No fue cómplice del poder, sino opositor a los privilegios. No fue complaciente con las élites, sino defensor del pueblo. Esa memoria es la que puede darle sentido a un Partido Liberal que hoy deambula entre la irrelevancia electoral y la cooptación empresarial.

El liberalismo, como ideología, no es un fantasma del pasado. Es una tradición que aún puede ofrecer respuestas en sociedades que siguen marcadas por la desigualdad, la exclusión y el autoritarismo. Pero para que eso ocurra, se necesita claridad: el liberalismo no puede ser reducido a una doctrina de mercado, ni puede ser monopolizado por élites que solo buscan enriquecerse.

Ser liberal, en el sentido histórico y auténtico, significa luchar por la libertad y la igualdad, por un Estado laico y democrático, por una ciudadanía activa y consciente. Significa, también, atreverse a soñar con una Centroamérica unida y justa, tal como lo hizo Francisco Morazán.

Mientras el Partido Liberal no recupere esa raíz transformadora, seguirá condenado a ser un cascarón vacío, una sigla sin alma. Y mientras tanto, otros movimientos ocuparán ese lugar en la historia, como ya lo está haciendo el presente político hondureño.

La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.

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