Consejo de Ministros aprueba Presupuesto General 2026 sin aumentar impuestos en Honduras
Elaborado por: Lois Pérez Leira
20 ago (AHN) La reciente decisión del presidente Nicolás Maduro de activar a más de 4,5 millones de milicianos en Venezuela ante el despliegue militar de Estados Unidos en el Caribe no puede entenderse solo como un movimiento defensivo, sino como una declaración política de gran alcance.
En un contexto donde Washington intensifica la militarización de la región bajo el argumento del combate al narcotráfico, Caracas responde apelando a la movilización popular y a la memoria de un país que desde hace más de dos siglos se concibe como bastión de soberanía frente a cualquier imperio.
No es casual que Maduro hable de “defender los mares, cielos y tierras” de Venezuela como territorio sagrado, porque esa retórica conecta directamente con el imaginario bolivariano y busca cohesionar a una población golpeada por sanciones y crisis, pero todavía resistente a la idea de una intervención extranjera.
Por otro lado, resulta evidente que el discurso estadounidense sigue el libreto clásico de la “guerra contra las drogas” para justificar la presencia militar en América Latina. El envío de buques destructores equipados con misiles y miles de marines difícilmente se explique únicamente por el tráfico ilícito, sobre todo cuando las propias estadísticas de consumo en Estados Unidos desnudan la raíz del problema en el ámbito interno.
El señalamiento de Maduro como “narcotraficante” y la elevación de la recompensa por su captura a 50 millones de dólares forman parte de una estrategia de presión que no busca tanto un cambio de comportamiento en el gobierno venezolano, sino la creación de un clima internacional que justifique un mayor cerco político y militar.
Lo que está en juego, entonces, no es solamente la legitimidad de un gobierno cuestionado por Occidente, sino el principio mismo de la no injerencia en la región. Cuando Maduro afirma que “no es contra él el ataque, sino contra el pueblo venezolano”, puede sonar a victimismo, pero hay una verdad incómoda en sus palabras: la historia demuestra que los costos de cualquier intervención terminan pagándolos las mayorías populares, no las élites en disputa. Y en ese sentido, la convocatoria a millones de milicianos expresa tanto la voluntad de resistir como la necesidad de enviar un mensaje disuasorio.
En este pulso geopolítico, Venezuela busca apoyarse en la solidaridad internacional y en la retórica antiimperialista, mientras Estados Unidos insiste en aplicar una política de fuerza que ya fracasó en otros escenarios de América Latina y Medio Oriente. La pregunta que queda abierta es si la región permitirá nuevamente que el conflicto se defina por la lógica de la potencia militar más fuerte, o si encontrará caminos propios para dirimir las tensiones.
Lo cierto es que, más allá de la polarización política, la amenaza de una intervención abre un escenario de riesgo para toda América del Sur, pues lo que hoy se libra en Venezuela no es solo un enfrentamiento entre Maduro y Trump, sino un capítulo más de la larga disputa por la soberanía latinoamericana.
La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.
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