Detienen en el oriente de Honduras a ocho personas por tráfico de drogas
Elaborado por: Saray Rebolledo
26 oct (AHN) La retórica belicista y las maniobras militares que han emanado en los últimos años desde la administración de Estados Unidos hacia Venezuela han trascendido el ámbito de la política exterior para incrustarse profundamente en la psique de la población venezolana. Más allá de la confrontación diplomática o económica, asistimos a una campaña sistemática de presión e intimidación que ejerce efectos psicológicos comparables a la tortura en la ciudadanía, tanto dentro como fuera del país. La mera mención de una posible intervención militar, sumada a las constantes y escalofriantes declaraciones de altos funcionarios estadounidenses –como las realizadas por el expresidente Donald Trump–, no son incidentes aislados; son parte de una estrategia de guerra psicológica. Esta táctica busca intencionalmente generar una atmósfera de miedo, incertidumbre y desesperanza. El objetivo no declarado es la desmoralización de la población, debilitando la voluntad colectiva de resistencia y preparando el terreno para una aceptación de la injerencia externa como un “mal menor”.
El asedio psicológico diario se manifiesta en un estrés crónico y sostenido. Para el venezolano de a pie, la amenaza constante de invasión, avivada por la presencia de maniobras militares en el Caribe y el lenguaje abiertamente agresivo del “imperio”, se traduce en ansiedad y un estrés postraumático latente. La posibilidad de que su hogar o su ciudad se convierta en un campo de batalla genera una ansiedad constante, un estado de alerta que, mantenido en el tiempo, mina la salud mental y la capacidad de concentración en la vida diaria. Adicionalmente, la incertidumbre sobre el futuro –si habrá guerra, si el país colapsará, si la vida mejorará o empeorará– paraliza la planificación a largo plazo. Se vive en un presente continuo, enfocado en la supervivencia inmediata. Esta presión externa exacerba además las divisiones internas, agotando emocionalmente a una sociedad ya golpeada por la crisis económica.
Esta guerra psicológica no se detiene en las fronteras. Millones de migrantes venezolanos, que viven en el exterior también sufren las consecuencias. Para ellos, la amenaza de guerra añade una capa de angustia a la ya dolorosa experiencia migratoria. La idea de que el país que dejaron atrás pueda ser atacado militarmente –con el riesgo que eso conlleva para sus familiares y amigos que se quedaron– se traduce en sentimientos de culpa, impotencia y un profundo desarraigo. La preocupación por la seguridad de la patria se suma a la lucha diaria por la supervivencia en un país ajeno.
Sin embargo, frente a esta sistemática intimidación, la historia y la dignidad de los pueblos juegan un papel fundamental. Las bravuconadas y las amenazas, si bien generan miedo, también tienen el potencial de catalizar la unidad y la voluntad de defensa. La determinación expresada tanto por el pueblo como por el gobierno bolivariano de defender la soberanía nacional no es una mera retórica. Está anclada en la memoria histórica de resistencia latinoamericana contra la injerencia. La advertencia de que una intervención convertiría al Caribe en un “nuevo Vietnam” no es una bravata vacía; es una cruda predicción basada en la realidad de que ningún pueblo aceptará ser ocupado sin presentar una feroz y prolongada resistencia.
En conclusión, la política exterior de la amenaza de invasión es una forma de terrorismo de Estado psicológico. Los efectos sobre la población venezolana son reales, medibles en términos de salud mental y calidad de vida. No obstante, frente al intento de desmoralización, persiste una inquebrantable voluntad de resistir. La paz en Venezuela, y la salud mental de su gente, solo se logrará cuando cese la amenaza y se respete, sin condiciones, su derecho inalienable a la autodeterminación.
La opinión del autor no necesariamente responde a la línea editorial de la Agencia Hondureña de Noticias.
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